Consagró su destino a pintar acantilados, a escribir sobre piedras sus versos, a tratar de acabar con los muros, a crecer con el tiempo. Montó sobre una máquina de tinta y de papel y trató de darle un nombre propio a cada ser humano.
Pasó el tiempo y el hombre maduró, dejó de ser un niño y trató de cantar una sola canción; una canción de amor, que contara la historia del mundo, o quizás de su vida o su muerte, pero nunca encontró las palabras correctas y su voz naufragó.
Consagró su destino a una búsqueda. Regresó del infierno –nunca debió pasar por esa puerta-, y al regreso, sus manos, acariciaron una estrella fugaz (mientras escribo esto me pregunto cuánta tristeza se puede llegar a acumular en cada ser humano).
Había un nombre escrito en un papel y había un gran descubrimiento. Había una gran lucha. Era un hombre feliz y estaba en este mundo. Las cosas se crecían. Luego pasó una nube, se acabaron los sueños. Alguien alimentaba incendios en una habitación. La muerte lo llenaba todo. Aquel lugar se hundió en el desconcierto. El árbol se secó. Las mujeres huyeron, los niños se marcharon. La cera de los púlpitos no ardía. La sangre de los muertos se secaba. ¿Adónde íbamos todos? Aquello era algo serio; según pasaba el tiempo la cosa empeoraba. Los hombres, las mujeres, perdieron los recuerdos. Los niños y las bestias pasaron un mal trago… Todos dejaron de jugar por las mañanas. Llovieron caracolas, tortugas, horizontes, y nadie se inmutó ni dijo nada. Murieron muchos. Les pesaban la sangre y las palabras. No supieron ganar esa batalla.
El hombre no supo qué escribir desde ese día. Nadie se merecía aquello. La inercia de la vida los mató. Los que le conocieron nunca dijeron nada, nunca se revelaron. Murieron en silencio, murieron sin saber, murieron como perros, todos domesticados.
Pasó el tiempo y el hombre maduró, dejó de ser un niño y trató de cantar una sola canción; una canción de amor, que contara la historia del mundo, o quizás de su vida o su muerte, pero nunca encontró las palabras correctas y su voz naufragó.
Consagró su destino a una búsqueda. Regresó del infierno –nunca debió pasar por esa puerta-, y al regreso, sus manos, acariciaron una estrella fugaz (mientras escribo esto me pregunto cuánta tristeza se puede llegar a acumular en cada ser humano).
Había un nombre escrito en un papel y había un gran descubrimiento. Había una gran lucha. Era un hombre feliz y estaba en este mundo. Las cosas se crecían. Luego pasó una nube, se acabaron los sueños. Alguien alimentaba incendios en una habitación. La muerte lo llenaba todo. Aquel lugar se hundió en el desconcierto. El árbol se secó. Las mujeres huyeron, los niños se marcharon. La cera de los púlpitos no ardía. La sangre de los muertos se secaba. ¿Adónde íbamos todos? Aquello era algo serio; según pasaba el tiempo la cosa empeoraba. Los hombres, las mujeres, perdieron los recuerdos. Los niños y las bestias pasaron un mal trago… Todos dejaron de jugar por las mañanas. Llovieron caracolas, tortugas, horizontes, y nadie se inmutó ni dijo nada. Murieron muchos. Les pesaban la sangre y las palabras. No supieron ganar esa batalla.
El hombre no supo qué escribir desde ese día. Nadie se merecía aquello. La inercia de la vida los mató. Los que le conocieron nunca dijeron nada, nunca se revelaron. Murieron en silencio, murieron sin saber, murieron como perros, todos domesticados.